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Vivir en medio del odio disfrazado de opinión

-“¿Viste lo del atentado a Miguel Uribe?” 


Incrédula, hice un gesto de desaprobación ante la pregunta, pensé que era otro de esos videos generados con inteligencia artificial (IA). Pero no. Era la nefasta realidad escalonada en la capital colombiana.


La curiosidad me venció. Tomé el celular. Busqué en redes. Reproduje uno tras otro los videos desde diferentes ángulos, aún dudaba de su veracidad. Me atravesaron una serie de emociones que, como en una montaña rusa, iniciaron con la negación, pasaron por el desconcierto (qué hago yo aquí) y terminaron en ese vacío incontenible y precipitado que una siente en la caída libre.


Me consideré  exagerada, pero el sinsabor de los hechos retumbaba con estruendo en mi cabeza. Cuando en el colegio me enseñaron historia, pensaba qué loco haber vivido calamidades así. Hoy, siento que ya es suficiente historia en vivo y en directo.


Mientras procesaba todo lo que ocurría, cuestioné mis privilegios y me sentí mal por estar bien. Gracias a varios artículos periodísticos se evidenció que esto no fue un hecho aislado. Es una violencia cotidiana, que golpea con fuerza a muchas personas en este país. Y eso, duele. Duele que haya vidas atrapadas en una rutina de miedo, dolor y odio.


Me destrozó ver que el autor material era un menor. Que no dudó. Que sostuvo el arma con firmeza. Me envideé con los posibles escenarios que alimentaron esas consecuencias. ¿Qué historias le habrán contado? ¿Qué heridas y necesidades estaría atravesando?


Pese a todo, por un momento tuve esperanza: pensar que los políticos pudieran dejar de lado su ala política para acompañar el dolor humano. Pero esa ilusión duró poco. Algunos y algunas candidatas presidenciales, oportunistas, se pronunciaron y hasta llegaron a la clínica donde estaba la víctima. Su gesto no resultó en empatía, sino en la acaparación mediática.


Eso era desolador, ver cómo ese oportunismo político era apenas el reflejo amplificado del ruido en redes sociales: odio disfrazado de opinión. Nos cuesta empatizar. Nos resulta facilísimo odiar. ¿Por qué las diferencias nos separan al punto de justificar la violencia?


Escuchar, procesar, reflexionar con quienes piensan distinto. Mediar y aceptar lo que no es compatible con nuestras ideas. Se escribe fácil, pero es una tarea titánica, una que llevamos cargando durante generaciones en este país. Ahí está nuestro reto.


Ahora bien, ¿cómo lo llevamos a la práctica? Como muchas personas, quisiera encontrar la receta. Pero si en la próxima reunión familiar, o en una conversación incómoda con alguien fuera de nuestro círculo logramos soltar la necesidad de tener la razón y simplemente escuchar, incluso si eso nos aplasta el ego, creo que ya estaríamos dando un paso importante.

Quiero creer que es preferible empezar por esos pequeños actos, antes que resignarnos a vivir con miedo y odio. Porque dudo que a eso se le pueda llamar vida.


Tatiana Vásquez

Miembro del comité asesor

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