Aprendizaje
- Detox Information Project
- 24 jun
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En 1994, Malcom Deas, el historiador escéptico, escribió un ensayo largo que cuestionó desde la primera frase la hegemónica visión de los violentólogos de la época*. Según él, la violencia no es una constante en la historia de Colombia como se señala frecuentemente y que se asume ampliamente como verdad innegable de la colombianidad. En su lugar, Deas argumentaba que la violencia en Colombia es más bien una recurrencia. Para él, las historias locales mostraban que este país a veces, y solo a veces, era violento; mientras demostraba que los intentos de paz han sido tan numerosos como los hechos violentos.
Hoy, treinta años después, todos los colombianos con suficiente edad, ven en el atentado del Senador Miguel Uribe reminiscencias de aquellos momentos de violencia desaforada, mientras que los jóvenes, nacidos en una época de relativa seguridad, descubren con horror esos viejos lastres que como sociedad creíamos superados. Hoy es una de esas veces en que la violencia vuelve a estar presente en el pensamiento de todos los colombianos.
Dicho atentado nos obliga a examinar nuestras acciones como sociedad, nos lleva a cuestionarnos cómo hemos permitido llegar a este punto, cómo han incidido en la vida pública nuestras propias pasiones y nuestros propios discursos de odio, que han convertido el ejercicio de la política -un deporte de contacto, sí, pero deporte a fin de cuentas-, en un ejercicio de vida o muerte.
No obstante, tal como Deas, no quisiera sumarme a los pronósticos más desfavorables sobre el devenir del país; rechazo los vaticinios alarmistas que pretenden anticipar la violencia futura a partir de la violencia pasada. En su lugar, quisiera en este texto destacar un hecho que resulta esperanzador: el acuerdo colectivo de los colombianos de toda índole de rechazar la violencia y de atenuar el discurso; un acuerdo para mitigar la agresión de nuestros actos y el alcance de nuestras palabras. Me propongo señalar que, si hay una palabra que sobresale de estos dolorosos acontecimientos, es aprendizaje.
Se puede medir, parcialmente al menos, la madurez de una persona con base en su capacidad de aprender de sus errores. Un individuo que ha experimentado el trasegar de la vida con resiliencia y capacidad para autoexaminarse, descubre luego de varios tropiezos una capacidad nueva de reaccionar y decidir sobre los problemas que surgen frente a él. Pero tal como sucede para los individuos ocurre también para las naciones. Pudimos haber reaccionado desde la ira, desde la indignación; pudimos haber respondido con ánimo de retaliación, con exigencias de contraataque, con despliegues militares. No fue así. En su lugar, frente a la barbarie, el pueblo colombiano se manifestó con camisetas blancas, con oraciones, con acuerdos entre adversarios, con unidad. Tal como la generación del 91’, respondimos a los embates de la violencia con una profundización de la democracia.
Así pues, he aquí una Nación que ha madurado. Es evidente que, ante la violencia, el pueblo colombiano insiste en la búsqueda de la paz. Para los colombianos, contrario a sus predecesores, es más importante que este tipo de actos terroristas no se repitan a quien gane en la contienda electoral, porque ya no están dispuestos a tolerar la violencia política y no pretenden continuar las guerras de sus padres y sus abuelos.
Esta es la generación de la salud mental: la que en lugar de replicar los traumas de sus antepasados prefiere resolverlos. La evidencia está en nuestra reacción colectiva, en nuestro talante histórico de hacer un stop, de acordar nuestra mutua regulación y atenuar así nuestras pasiones; de detener la agresión en la competencia por el poder, de respetar las normas de la democracia, de unirnos bajo una misma bandera que rechaza tajantemente los extremismos de izquierda y derecha; de resistirse a empuñar un arma, a participar en una cruzada para purgar al mundo del bando contrario.
Este acuerdo sobre la no violencia supone un avance crucial. Sin embargo, tanto nosotros como las generaciones que no han nacido aún, tenemos otro desafío por delante para salvaguardar la paz y prevenir la violencia: la desactivación del discurso de odio. Las redes sociales son masivos difusores que magnifican el alcance y el impacto de nuestras opiniones. Por tanto, resulta un paso necesario para el progreso social la mitigación del lenguaje instigador, de la palabra como arma política, de la eliminación de la imprecisión y la mentira como herramientas electorales. La renovación de la política debe empezar por la regeneración del lenguaje, mientras que el progreso social se determina por la calidad de la vida política de los pueblos.
Con todo esto, es evidente que esta generación se encuentra en un punto de inflexión. Ahora, frente al abismo de una época de locura, todos los aprendizajes del pasado confluyen en un único instante que resolverá el futuro del país en el corto y mediano plazo. Una vez más hemos dicho que no queremos seguir agrediéndonos; ahora está por verse si somos capaces de usar el lenguaje para construir en lugar de destruir. De nosotros depende el manejo de nuestros propios miedos y angustias que nos producen estos hechos de violencia; y las futuras generaciones nos juzgarán por las acciones que tomemos en esta hora. En nuestras siguientes decisiones radica el país que queremos construir y se notará si realmente hemos aprendido del pasado o no.
David Quiñones
Miembro del comité asesor
Jóvenes Líderes DIP